19 de septiembre de 2013

El paradigma del progreso en la filosofía política (Segunda parte)

III

El enigma de la hora (1911), de Giorgio de Chirico.
La modernidad como conciencia histórica estuvo caracterizada por la crítica filosófica del ámbito político en sus principales instituciones sociales, jurídicas, económicas, etc.; el todo social quedaba articulado en el marco de lo público. La conciencia del tiempo moderno volvió universal la reflexión crítica de tal modo que la política ocupó un lugar central. Con esta crítica se agudizó la dinámica social que opera en el seno de lo político empujándolo a una hechura histórica que hereda su conceptualización pero a su vez la hurta de la conciencia subjetiva. La conquista del Estado Moderno, por ejemplo, universaliza en la conciencia histórica su factura y la convierte en «cultura política»; así el concepto de ciudadanía nos vincula a todos en un espectro nuevo respecto de la jerarquización social del feudo pero nos resta la subjetividad práctica que empujó tal proceso, conocemos las estructuras sociales, pero se nos presentan como ajenas si no vinculamos nuestra proyección individual en una lectura histórica. Esto significa que nuestra autocomprensión política sólo puede hacerse posible en el marco de una historia común, dicho de otro modo, sólo en la posición de lo social volvemos a ser hijos de la historia.[1] Nuestra autocomprensión individual nos ofrece un abanico de potencialidades pero no nos vincula políticamente.
Ésta es la causa de que la fragmentación social que el liberalismo clásico operase en la Europa decimonónica con la individualización capitalista rompiera el tejido autocompositivo de la práctica política. Con este extrañamiento de sí mismo el tejido político se vuelve incapaz de reconocer su génesis. La estructura institucional apareció transida de legitimación; la consecuencia de esta fractura se presentó como pureza de lo actual, carente de vinculación histórica; esta potencia del tiempo presente hizo florecer el clima revolucionario, el s. XIX se vive ahistóricamente, ansía la promesa del futuro. El proceso político tuvo esta impronta hasta el s. XX. La herencia hegeliana en Marx le aproximó también a una reconstrucción histórica pero esta vez en términos de progreso revolucionario.

Pero el auge del proceso totalitario con su horror rompe el encantamiento de la estructura de una filosofía histórica que puede aprehender sus leyes y organizar el mundo. El desencantamiento producido en la filosofía la aparta de una autocomprensión política. El rechazo de la filosofía de la historia es también el rechazo a una razón autosuficiente que da cuenta del progreso humano. Así queda obsoleto el paradigma de la historia como progreso por cuanto la razón misma se ve incapaz de entender su propia tarea. La razón puesta en cuestión por los llamados maestros de la sospecha (Marx, Freud y Nietzsche), es un reflejo de este rechazo. La razón desacreditada sufre entonces su decaimiento ponderando los circuitos sistémicos de una sociedad autonomizada y reforzada por una actitud técnico-científica.

En este escenario en donde la razón se muestra debilitaba en su capacidad crítica, esto es, en su tarea de orientar a la acción, la lectura sociológica de sistemas reduce a su mínima expresión la importancia de los cursos de acción individuales. La estabilidad del sistema se muestra entonces como cristalización social inmóvil. Pero esta lectura es demasiado optimista, olvida que existen flujos de intercambio institucionalizados pero contrarios a la autocomprensión de sus sujetos, o en buena cuenta faltos de legitimidad.[2]  En este clima de escepticismo las voces conservadores proclaman una vuelta a la autocomprensión social en términos integristas o de eticidad sustantiva. Lo cierto es que el paradigma de la historia como progreso ha perdido vigencia, y nada parece sacarla de su agotamiento.[3]

IV

Richard Rorty
Quiero concluir señalando un camino que puede darnos luces en lo tocante a la realización de la crítica filosófica en nuestro tiempo. Al perder de vista una autocomprensión en términos de filosofía de la historia, también hemos descartado con ella un mal inherente a tal configuración. Berlin señala que la idea de una historia que obedece a leyes tiene la creencia de un telos inherente al sujeto histórico sea éste individual o colectivo.[4] Lo que tiene de significativo esta teleología es que deriva en un determinismo. Si el universo tiene una finalidad última, estar ubicado en la jerarquía cosmológica es convertir en predicativo la posición del sujeto respecto de la historia. Deterministas son tales construcciones metafísicas que trastocan el sentido de la autocomprensión humana de la libertad.[5]  Así los seres humanos deberían dejar de enjuiciarse mutuamente respecto de sus actos si el progreso de la historia proyectara en el carácter del hecho histórico una necesidad que desbordara a los individuos; más peligroso aún, se podría justificar cualquier proyecto político en aras de alcanzar el horizonte prometido del bien final.

Si bien hemos descartado la pretensión de conocimiento inherente a la metafísica de la historia, podemos caer ante el problema de la apatía política, la resignación a nuestro conjunto institucional. ¿Cómo recuperar entonces la dinámica del progreso político en una sociedad desencantada de su figura más paradigmática, a saber, la historia como progreso? Mi intuición es que no podremos recuperar del todo una idea de progreso unidireccional hacia un único horizonte posible. Sin embargo podemos esperar razonablemente encontrar suficiente espacio para proyectar lo que Rawls denomina una utopía realista, esto es, la construcción política de una sociedad más justa. Con la pérdida de una filosofía de la historia hemos perdido la confianza en una razón autosuficiente en cuanto se propuso entender los fundamentos últimos del progreso humano, esta aproximación está en el seno de la tradición de la filosofía occidental, desde Aristóteles pasando por Comte hasta Hegel y Marx, la intención de encontrar el fundamento de todo progreso social es en última instancia una búsqueda de las verdades finales de la condición humana. Esta filosofía de la historia está en consonancia con la actitud sustantiva de la filosofía del conocimiento que también ha entrado en crisis,[6] de tal forma no podemos esperar la renovación del programa de la historia como progreso, antes podríamos tomar una actitud pragmática para renovar los cursos de acción políticos:
[La] idea misma de un orden ahistórico natural de las razones –un orden natural que un método debe procurar o una justificación seguir– no es factible. Porque sólo podría existir un orden tal si todas las alternativas futuras ya estuvieran presentes. La esperanza de que podrían de hecho estar presentes es la falsa esperanza de lo que Dewey llamó “la filosofía clásica de Europa”. Es la esperanza de que uno puede reconocer una estructura eterna detrás del contenido transitorio y, con ello, reconocer los límites de la posibilidad, es decir, de la investigación posible, del conocimiento posible, de las formas posibles de vida humana. Esa esperanza es la que Dewey deseaba que los norteamericanos pudiéramos deja a un lado. Nos urgió a dejarla a un lado en aras de una esperanza mejor: la esperanza de que podríamos hacer un mundo nuevo para que nuestros descendientes vivieran en él, un mundo con más variedad y libertad del que efectivamente podríamos imaginar. No estamos en condiciones de visualizar los detalles de ese mundo humano adulto, más evolucionado, como nuestros ancestros de la Edad de Bronce no estuvieron en condiciones de visualizar los detalles del nuestro.[7]
Esta actitud puede situarnos en la frontera de lo dado y lo posible, y puede motivarnos a ser más creativos con nuestras proyecciones políticas, a construir ficciones más interesantes que las de la ilustración. Esta actitud no debe entenderse como un escepticismo radical, sino más bien como uno metodológico, la sospecha se levantará contra toda construcción que no pase por la dinámica del reconocimiento intersubjetivo y que pretenda erigirse nuevamente en fuente última de la condición humana.

Los cambios políticos estuvieron acompañados de construcciones profundas sobre la naturaleza humana y su evolución cultural, en la Ilustración parecía el camino más adecuado, esta figura ilustró todo el renacimiento francés, el utilitarismo inglés y el marxismo de Europa del Este. Hoy ya nada podemos decir acerca de naturalezas intrínsecas sin hacer mediaciones propedéuticas, pero esto no debe detenernos en una confusión relativista, antes bien podemos entender el final de este paradigma histórico como el final de una historia para el hombre y el inicio de las historias posibles, creo que esta interpretación podría conectar bien con la intuición de progreso que subyace a toda la metafísica de la historia occidental.




[1] Así también lo piensa Marx al señalar: “Los comunistas son, pues, en la práctica, el sector más decidido de los partidos obreros de todos los países el que siempre impulsa a ir más allá; en teoría, comprenden las condiciones, la marcha y los resultados generales del movimiento proletario antes que la restante masa del proletariado. (…) Las tesis teóricas de los comunistas no descansan en absoluto en ideas, en principios inventados o descubiertos por este o aquel reformador del mundo. No son más que expresión general de cómo está realmente una lucha de clases que existe, un movimiento histórico que transcurre ante nuestros ojos.” (MARX, Karl y Friedrich Engels. Manifiesto Comunista. Trad. Pedro Ribas. Madrid: Alianza, 2001, pp. 58-59)
[2] Pensemos por ejemplo en los circuitos del mercado negro, el narcotráfico, la trata de personas, la explotación laboral; en todos estos casos, los flujos de intercambio han encontrado suficiente espacio para desarrollarse pero los sujetos no se identifican dentro de estos flujos, no hallan su autocomprensión en ellos o los rechazan por su palmaria injusticia. Lo que el sistema social no puede hacer es validarse a sí misma, los actores siempre están proyectando sus demandas de justicia y legitimidad frente al todo social.
[3] En 1972 Habermas publicó un opúsculo en el que mostraba también el agotamiento de la filosofía de la historia: “La pretensión de conocimiento de la filosofía de la historia es delirante, y su marco conceptual, inadecuado para una teoría de la evolución social. Por tanto hay que revisar ambas cosas; y ambas pueden revisarse sin recaer en la falsa alternativa de teorías plagadas de no-verdades, que por cierto, pueden resultar muy interesantes, o de teorías que siguen dando vueltas a la extinción de la filosofía de la historia, plagadas de semiverdades, que son triviales.” (HABERMAS, Jürgen. La lógica de las ciencias sociales. 3° ed. Trad. Manuel Jiménez Redondo. Madrid: Tecnos, 1996, p. 443)
[4] BERLIN, Isaiah, óp. cit., p. 134
[5] Ibid. p. 135
[6] Cf. RORTY, Richard. La filosofía y el espejo de la naturaleza. Trad. Jesús Fernández Zulaica. 5° ed. Madrid: Cátedra.
[7] RORTY, Richard. ¿Esperanza o conocimiento? Una introducción al pragmatismo. Trad. Eduardo Rabossi. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1997, pp. 41-42

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