26 de septiembre de 2013

La justicia liberal y las mujeres

Ca. 1835.
John Stuart Mill y Helen Taylor,
hija de Harriet Taylor, ambas
colaboradoras del trabajo de Mill.
La discusión en torno a en qué modo y cuánta se está haciendo justicia con las mujeres ha estado dominada por la teoría social, la psicología y la filosofía feminista, las cuales han tenido como agenda (1) el cuestionamiento de la racionalidad, (2) poner en primer plano las diferencias psicológicas entre hombres y mujeres y (3) colocar el discurso sobre la justicia liberal a los márgenes del debate. El cuestionamiento de la racionalidad se basa en la acusación de que la racionalidad dominante en los foros académicos es la racionalidad occidental centrada en el varón, caracterizada por la preeminencia del pensamiento abstracto. En este sentido, se arguye que la mujer usa otros parámetros de racionalidad que se relacionan más con lo concreto y el cuidado de los demás y de la naturaleza. Este argumento se basa en la idea de que las mujeres tienen una estructura psicológica diferente a la de los hombres, de modo que la mujer es radicalmente distinta al varón pero al mismo tiempo ambos sexos son complementarios. Finalmente, puesto que el modelo liberal de justicia se encuentra articulado conforme a los parámetros de la “racionalidad moderna falocéntrica”, la teoría feminista señala que hay que rechazar dicho modelo.[1]

19 de septiembre de 2013

El paradigma del progreso en la filosofía política (Segunda parte)

III

El enigma de la hora (1911), de Giorgio de Chirico.
La modernidad como conciencia histórica estuvo caracterizada por la crítica filosófica del ámbito político en sus principales instituciones sociales, jurídicas, económicas, etc.; el todo social quedaba articulado en el marco de lo público. La conciencia del tiempo moderno volvió universal la reflexión crítica de tal modo que la política ocupó un lugar central. Con esta crítica se agudizó la dinámica social que opera en el seno de lo político empujándolo a una hechura histórica que hereda su conceptualización pero a su vez la hurta de la conciencia subjetiva. La conquista del Estado Moderno, por ejemplo, universaliza en la conciencia histórica su factura y la convierte en «cultura política»; así el concepto de ciudadanía nos vincula a todos en un espectro nuevo respecto de la jerarquización social del feudo pero nos resta la subjetividad práctica que empujó tal proceso, conocemos las estructuras sociales, pero se nos presentan como ajenas si no vinculamos nuestra proyección individual en una lectura histórica. Esto significa que nuestra autocomprensión política sólo puede hacerse posible en el marco de una historia común, dicho de otro modo, sólo en la posición de lo social volvemos a ser hijos de la historia.[1] Nuestra autocomprensión individual nos ofrece un abanico de potencialidades pero no nos vincula políticamente.

13 de septiembre de 2013

El paradigma del progreso en la filosofía política (Primera parte)

American Progress (John Gast, ca. 1872.)
Una de las cosas que más me sorprendió cuando empecé a interesarme en la filosofía política fue el progresivo abandono que sufrió ésta disciplina desde principios del s. XX para ser eventualmente reemplazada por filosofía crítica de la sociedad y para ceder terreno al científico social.[1] Me sorprendía cómo es que las construcciones políticas más interesantes nacidas en el seno de la ilustración tales como la soberanía popular, la igualdad política, los principios liberales o el estado republicano fueran entendidas como falsas ilusiones sin más mediaciones críticas que su simple rechazo. Rechazo producido por la cosmovisión que articula cierta concepción de la política, el mercado, la sociedad desde una teoría del poder que reivindica el antagonismo fundamental entre los miembros de las sociedades contemporáneas. Mientras profundizaba mis conocimientos sobre el derecho había algo que notaba con mayor frecuencia en la medida que abordaba materias propiamente técnicas. Las ficciones de la filosofía política y del derecho sólo servían ahora para ilustrar de forma decadente la evolución de los sistemas contemporáneos cristalizados. Estos a su vez se han independizado de los actores y ya no tienen relación con la autonomía, ni con la libertad individual. La cátedra e incluso otros estudiantes no mostraban entusiasmo por la historia de las ideas, ni tampoco había en sus aproximaciones académicas la efervescencia de la innovación teorética o alguna forma de horizonte político. Todas estas señales me invitaron a pensar en la existencia de un hilo conductor para esta situación en la que al s. XXI le toca hacerse cargo de su tiempo y de su herencia histórica.