13 de septiembre de 2013

El paradigma del progreso en la filosofía política (Primera parte)

American Progress (John Gast, ca. 1872.)
Una de las cosas que más me sorprendió cuando empecé a interesarme en la filosofía política fue el progresivo abandono que sufrió ésta disciplina desde principios del s. XX para ser eventualmente reemplazada por filosofía crítica de la sociedad y para ceder terreno al científico social.[1] Me sorprendía cómo es que las construcciones políticas más interesantes nacidas en el seno de la ilustración tales como la soberanía popular, la igualdad política, los principios liberales o el estado republicano fueran entendidas como falsas ilusiones sin más mediaciones críticas que su simple rechazo. Rechazo producido por la cosmovisión que articula cierta concepción de la política, el mercado, la sociedad desde una teoría del poder que reivindica el antagonismo fundamental entre los miembros de las sociedades contemporáneas. Mientras profundizaba mis conocimientos sobre el derecho había algo que notaba con mayor frecuencia en la medida que abordaba materias propiamente técnicas. Las ficciones de la filosofía política y del derecho sólo servían ahora para ilustrar de forma decadente la evolución de los sistemas contemporáneos cristalizados. Estos a su vez se han independizado de los actores y ya no tienen relación con la autonomía, ni con la libertad individual. La cátedra e incluso otros estudiantes no mostraban entusiasmo por la historia de las ideas, ni tampoco había en sus aproximaciones académicas la efervescencia de la innovación teorética o alguna forma de horizonte político. Todas estas señales me invitaron a pensar en la existencia de un hilo conductor para esta situación en la que al s. XXI le toca hacerse cargo de su tiempo y de su herencia histórica.

I

La primera pista en este discurrir me la dio Berlin en su “Ensayo sobre las ideas políticas del siglo XX”; en él nos dice que durante la mayor parte de la historia del esfuerzo intelectual el propósito de la dinámica formativa tenía como presupuesto fundamental un conjunto de preguntas que se articulaban en función de la complejidad del mundo.[2] Que la nueva ciencia del s. XVII reemplazara los planteamientos metafísico-teológicos medioevales era reflejo de estar mejor preparada para contestar las mismas preguntas que solían hacerse en el pasado; esto significaba, de alguna forma, estar más cerca de la verdad; pero independientemente a cómo fueran contestadas éstas preguntas tenían una importancia en sí mismas porque nacían de una relación con el mundo que era inevitable. ¿Cuál es la naturaleza del hombre? ¿Qué debemos hacer? ¿Por qué debemos obedecer a algunos hombres? Todas las anteriores eran preguntas legítimas en las que mentes agudas invertían tiempo y esfuerzos para desentrañar la maraña de las prácticas sociales. Pero en el siglo XX éste esfuerzo se reemplazó por la eliminación de las cuestiones mismas, la nueva estrategia era eliminar la pregunta de la mente liberando al sujeto como si de una fantasía se tratara, liberarlo de una ilusión que lo dominaba; hacerse tales preguntas equivalía a tener una concepción equivocada, así que a través de un tratamiento adecuado el sujeto era curado de su capacidad crítica.[3] La tendencia final era reducir todas las cuestiones a problemas técnicos sobre la estabilidad del sistema político, la supervivencia y lo que entonces se entendiera por bien común o la síntesis de la satisfacción social. Los individuos tenían que ajustarse a tales proyectos renunciando para ello al libre pensamiento ya que ésta actitud podía ser peligrosa para la consolidación de los mismos.[4]

Esta conclusión de la línea del pensamiento político en occidente me mostró, de un modo peculiar, que en el período de entreguerras se había producido una seria desconfianza hacia los métodos racionales, más allá de los contextos políticos totalitarios a los que Berlin mismo se refiere. El problema de fondo se vincula con un decaimiento en la confianza de la razón. Recurrir a la política tecnocrática recorta las capacidades críticas de aquellos miembros no especializados, y deja las decisiones éticas en manos de unos pocos; más grave aún es que la capacidad crítica se acusa y persigue por la propia ciencia,[5] ser científico en este sentido es tener la última palabra en el ámbito disciplinar correctamente delimitado y acusar de error toda heterodoxia posible, todo lo que resulte peligrosamente innovador es tildado de descabellado y anticanónico.

De esta parálisis crítica, la condición humana aún no se ha recuperado del todo; pero ante el peligro de la devastación las sociedades han articulado una serie de mecanismos de autodefensa para su preservación, en esa óptica podemos mirar el fortalecimiento de los derechos humanos, el flujo capitalista trastocado y los mecanismos burocráticos de los sistemas políticos globales. Los sistemas han reajustado sus prácticas para no sucumbir ante el desastre de las crisis autogeneradas. Es en este condicionamiento sistémico que desarrollamos esfuerzos reflexivos para retomar el discurso por la justicia. Esta paradoja entre lo dado sistémicamente y la introducción normativa de pretensiones de justicia se desarrolla contraponiendo los canales de intercambio socialmente estructurados a las pretensiones subjetivas de validez institucional. Tal contradicción sólo se reconfigura en la dinámica discursiva de la razón práctica.[6] Con tal estado de cosas aún nos tocaría explorar qué es lo que se ha perdido con este extrañamiento de la razón.


II

La historia de la filosofía nos muestra que la Ilustración trajo consigo un tiempo nuevo, un horizonte de posibilidades en donde el futuro era promisorio. Lo único que hacía falta era articular el proyecto adecuado de formación para alcanzarlo. En esta empresa se intuía el inicio con la ruptura de las formas tradicionales de vida: la revolución francesa constituía el punto de inflexión en este nuevo camino, pero ninguno de estos pensadores se atrevería a señalar el final de esta época de luces. Frente a las limitaciones que la autoridad centralista monárquica o eclesial impusiera el librepensamiento se abría paso con violencia. El proceso de ilustración nunca agotaba sus posibilidades de verse a sí mismo superado. En tales términos se conduce Kant cuando señala que una época no puede impedirle a la siguiente extender sus conocimientos, tal cosa sería atentar contra la naturaleza humana y por tanto contra el progreso humano.[7] Kant consideraba que la naturaleza humana poseía un propósito por el que el hombre debía motivarse en su actuar, así las elaboraciones filosóficas debían reconstruir tal intuición en un principio práctico suficientemente claro frente a la práctica política: “Un ensayo filosófico para elaborar la historia universal del mundo según un plan de la naturaleza, que aspira a la plena asociación civil en la especie humana, debe considerarse posible e incluso propulsor de este propósito de la naturaleza.”.[8] Tal era la convicción que acompañaba al filósofo de Könisberg. 

Con Kant extraemos tres lecciones importantes: A) la capacidad reflexiva del sujeto debe poder motivarlo en la aspiración a un mejoramiento de sus capacidades, esto es, debe servirle tanto en la compresión de sus posibilidades como en la obtención de su propio esclarecimiento, en esto consiste la idea de una historia universal para el horizonte moralizado del que da cuenta en “La idea de una historia universal con propósito cosmopolita”. B) la historia constituye el espejo en el cual el hombre puede mirarse en este progreso, tomarse el pulso, avanzar, ya aquí Kant fijaría de forma atemperada la estrategia que desde Hegel proclamaría el devenir irremediable de la condición ilustrada. En Kant la historia aún no tendría un papel sustantivo de constitución política como sería el caso de los siglos posteriores de la filosofía política. C) Kant cree que el horizonte de ilustración se condensaría en la constitución de una forma política socialmente integrada. Ésta triple dinámica en una reconstrucción política a partir de una filosofía de la historia nacía de la autocomprensión de la subjetividad racional. 

Estas mismas pautas ilustran el recorrido hegeliano de su filosofía de la historia, pero es en Hegel en donde el tiempo adquiere la cualidad de objeto filosófico. Hegel piensa el problema fundamental de su filosofía como autocercioramiento de la condición moderna.[9] Hegel percibe su tiempo como positividad desgarradora, acusa el dogmatismo de la filosofía kantiana de haber erigido en absoluto algo condicional,[10] por ello echa mano de una dialéctica de la ilustración, en la que la autoconciencia juega un papel catalizador para la absorción de todas las positividades de la razón, lo único incondicionado en este proceso es el constante devenir en sí, aquí Hegel logra a través de la filosofía del sujeto resolver parcialmente el problema del desgarramiento que opera la razón ilustrada.[11] Así la historia se hace de pronto el reflejo del espíritu que se reconcilia consigo mismo, y por tanto materia primera de estudio filosófico. Lo que me interesa destacar es que Hegel prepara el terreno para el tratamiento de la historia como progreso en sus extremos más paradigmáticos subsumiendo en el proceso histórico el sentido de las acciones individuales. Hegel asienta las bases para una filosofía idealista que terminaría por dividir a conservadores y progresistas en una reflexión política matizada de autocomprensión histórica.

Lo que hemos visto hasta aquí es como, en el proceso de modernidad, la filosofía práctica toma la historia como metódica de elucidación de la condición de su propio tiempo y del sujeto inserto en él. En esta línea apuntan tanto Kant y Hegel –aunque con estrategias distintas– la posición de la razón como subjetividad que explora la formación de sentido. Así la razón subjetiva y el proceso histórico están vinculados frente a la reflexión política en una sustancialidad de la vida ética que adquiere dimensiones institucionales.




[1] Esta misma impresión tiene Berlin cuando cuestiona la situación de la teoría política en el mundo anglosajón del siguiente modo: “¿Existe aún una materia llamada teoría política? Esta pregunta, formulada con sospechosa frecuencia en los países de habla inglesa, pone en tela de juicio las credenciales mismas del tema de estudio: sugiere que la filosofía política, independientemente de lo que haya sido en el pasado, está hoy muerta o agonizante.” (BERLIN, Isaiah. Conceptos y Categorías: ensayos filosóficos. Trad. Francisco González Aramburo. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1983, p. 237)
[2] Cf. BERLIN, Isaiah. Cuatro Ensayos sobre la Libertad. Madrid: Alianza, 1998, p. 99
[3] Ibíd. p. 101
[4] Ibíd. p. 107
[5] Ibíd. p. 116
[6] Me he apartado de la perspectiva habermasiana que encuentra transida la categoría de la razón práctica. Su aproximación desde una razón comunicativa revierte el efecto pragmático que la posición del hablante en primera persona opera para los contextos libremente representados por sujetos que yacen en el tejido de la práctica social misma; sobre esto Cf. HABERMAS, Jürgen. Facticidad y Validez. Trad. Manuel Jiménez Redondo. 6° edición. Madrid: Trotta, 2010.
[7] Cf. KANT, Immanuel. En defensa de la Ilustración. Trad. Javier Alcoriza y Antonio Lastra. Barcelona: Alba Editorial, 1999, p. 68
[8] Ibíd. p. 89
[9] Cf. HABERMAS, Jürgen. El discurso filosófico de la modernidad. Trad. Manuel Jiménez Redondo. Madrid: Katz, 2008, pp. 26
[10] Ibíd. p. 45
[11] Ibíd. p. 48

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