El crecimiento
económico que reporta el país en cifras, y por ende el bienestar social
aparente, ha sido adjudicado a cierto modelo económico, social y político que
suele denominarse en nuestro medio como liberalismo,
sin que esto nos resulte del todo comprensible. Ciertamente hay un liberalismo
como doctrina política, pero la forma en que pensamos en la libertad puede ser
muy diversa. En principio, el liberalismo clásico, como el de Locke, estaba
preocupado por el poder político sin límites, por eso organizó su teoría
política de tal forma que pudiera controlar el poder a través de su separación
por funciones, o en el caso de Kant, la prioridad de la libertad nos ponía ante
la exigencia moral de autonomía y se articulaba en una institucionalidad de la
sociedad civil fuerte frente al poder. Pero el significado del liberalismo ha
variado desde el siglo XVII.
Nosotros hemos
heredado, de manera casi intuitiva, cierta idea sobre lo que es la libertad. En
forma negativa puede formulársele como la no opresión de una persona individual
o colectiva. Con nuestra historia colonial a cuestas, los peruanos
identificamos la opresión con esclavitud, ésta primera forma de esclavitud está
referida singularmente al dominio patrimonial que tiene un ser humano sobre
otro; sin embargo, somos esclavos de muchas formas, podemos serlo incluso de
nosotros mismos, a esto se refiere la expresión: «ser esclavo de las pasiones».
A nivel político, una vez abolida la esclavitud, la opresión suele
identificarse con el nivel de injerencia que tiene el Estado en las vidas
individuales. Los gobiernos opresores de Europa del Este mostraron que el
Estado podía perfectamente esclavizar también a los hombres. El liberalismo de esos años hizo espíritu de
cuerpo y se homogeneizó para combatir la inmoralidad de la tiranía del
proletariado. Con la experiencia ganada, los que se oponen férreamente a que el
Estado se expanda se reivindican como liberales, sospechan que el Estado
esconde una voluntad tiránica intrínseca a su constitución –tal vez inspirados
en Hobbes–, de la misma forma en que Marx sospechaba del sistema político
burgués como mera apariencia que encubre desigualdades. Pero hay un segundo sentido en que éstos
liberales nos conminan a ser partícipes de ésta fiesta política. Nos dicen que
la libertad no sólo es tener suficiente espacio para respirar sino también
tener un sendero por el que transitar.
Hasta hace poco el
mensaje hacía hincapié en abrir los mercados, crear competitividad, atraer las
inversiones extranjeras, aumentar las exportaciones; pero poco a poco éstos
liberales nos han ido añadiendo una agenda distinta, más incisiva, más
avasalladora, más rapaz. Hoy el cometido es analizar la realidad en función a
premisas económicas, pensar la educación en referencia al mercado, reducir a su
mínima expresión la diferencia cultural, expandir el ideal del
hombre-empresario. Cuando alguna voz disidente levanta la mano y acusa a los
liberales de discriminación o explotación, éstos se organizan de manera
bastante estratégica y desde medios de comunicación, el parlamento o las universidades,
devuelven la acusación caracterizando estos mensajes de heréticos, la
imputación es: «estar radicalmente equivocado», y por tanto no entender lo que
nos conviene más. Se aglutinan en un solo conjunto las diferencias de los
ciudadanos en cuanto a sus preferencias y las tildan de irracionales,
decadentes y esotéricas. Quiero hacer notar en este punto que la conexión que
se esgrime en el fondo del asunto es la de la libertad y la racionalidad. Según
este parecer haber entendido correctamente la libertad nos conduce a una mejor
forma de ser, de vivir, de organizar nuestras necesidades y afectos. Este
supuesto liberalismo nos señala, enfatizando sus esquemas de racionalidad
científica, que sólo hay una manera de ser libres y es entregarse a ésta visión
profética de la libertad. Estos liberales prefieren pensar que las libertades
se reducen a las de mercado, custodian celosos un canon de ideas verdaderamente liberales negando por
completo la multiplicidad de liberalismos. Isaiah Berlin, el célebre filósofo británico,
nos advirtió sobre este sentido de libertad en los años 60:
Una cosa es decir que yo sé lo que es bueno para X,
mientras que él mismo no lo sabe, e incluso ignorar sus deseos por el bien
mismo y por su bien, y otra cosa muy diferente es decir que eo ipso lo ha
elegido, por supuesto no conscientemente, no como parece en la vida ordinaria,
sino en su papel de yo racional que puede que no conozca su yo empírico, el
«verdadero» yo, que discierne lo bueno y no puede por menos de elegirlo una vez
que se ha revelado. Esta monstruosa personificación que consiste en equiparar
lo que X decidiría si fuese algo que no es, o por lo menos no es aún, con lo
que realmente quiere y decide, está en el centro mismo de todas las teorías
políticas de autorrealización. [1]
Y continúa más abajo:
Una cosa es decir que yo pueda ser coaccionado por mi
propio bien, que estoy demasiado ciego para verlo; en algunas ocasiones puede
que esto sea para mi propio beneficio y desde luego puede que aumente el ámbito
de mi libertad. Pero otra cosa es decir que, si es mi bien, yo no soy
coaccionado, porque lo he querido, lo sepa o no, y soy libre (o
«verdaderamente» libre) incluso cuando mi pobre cuerpo terrenal y mi pobre
estúpida inteligencia lo rechazan encarnizadamente y luchan con la máxima
desesperación contra aquellos que, por muy benévolamente que sea, tratan de
imponerlo.
[2]
Isaiah Berlin, grabado de NCMallory |
Para Berlin, como ya
lo vemos, el ideal de la libertad racional como autorrealización, es una
derivación de lo que él llamo libertad
positiva. La libertad de poder concebir un plan de vida, de tomar el
control de la vida propia, tenía que poder conjugarse con la multiplicidad de
opciones individuales en el espectro político, y de esta tensión entre diversos
fines, surgió cierta idea de conflicto cuyo tratamiento debía poder resolverse
en un horizonte armónico de fines. Esta idea de libertad como autorrealización
también está en el fondo de la teoría marxista, y es algo que irónicamente
comparte hoy esta forma tan particular del liberalismo. Este liberalismo de
mercado y el socialismo científico parten de los mismos presupuestos: 1. Hay un
verdadero fin al que los seres humanos –lo sepan o no– quieren llegar, 2. Este
fin «nouménico» es compatible con la diversidad de fines empíricos si se le da
un tratamiento adecuado, 3. La libertad es un medio para acceder a ese fin
verdadero, nunca un fin en sí mismo, y 4. La única forma de comprender ese fin
superior es a través de un método de racionalidad particular.
Tal forma de
comprender la libertad, como ya lo he apuntado, sólo la reduce aunque sea
paradójico; una versión más acorde con un mayor goce de libertad debería ser
aquella en que los seres humanos articulen sus planes de vida sin presiones ni
manipulaciones, podría decírseme en este punto que mi forma de plantear el
problema formula una crítica contra el sistema social global, una sospecha de
tipo foucualtiana, que terminara por acusar toda forma de dominación como
intrínsecamente mala.[3] Mi intención no es ir tan lejos. La
versión del liberalismo que hemos manejado en los debates políticos debe
ampliarse para admitir la discrepancia, pienso por ejemplo en las versiones de
Rawls, Walzer, Dworkin o Rorty; incluso versiones más poéticas, pueden
ayudarnos a comprender la libertad como un fin en sí mismo. Esta es una de las
razones por las que la democracia es un sistema político que garantiza mejor
que otros la diversidad de concepciones individuales de la libertad. La
democracia permite que los ciudadanos puedan desplegar sus versiones personales
de libertad positiva, y en tanto poseedores de esa misma calidad moral, ajustan
sus versiones en un constante debate. Ciertamente esto plantea importantes
objeciones a los niveles de cultura política de una sociedad. Ante esa «minoría
de edad» que Kant señalara, podría caerse en la tentación de volver a plantear
un argumento a favor de alguna variante del rey filósofo platónico con
autoridad para dominar; sin embargo, existe una mayor plausibilidad en la
articulación de formas de razonabilidad frente a lo verdadero que nos ayuden a
abandonar la intención de esperar una ciudadanía más culta o poseedora de
objetividad –lo que quiera que signifique esto– desde la que modelar nuestros
juicios sobre la política. Los hombres situados en tal posición podrían
libremente ajustar sus puntos de vista. Rawls es muy instructivo respecto de
esto último:
La ventaja de apegarnos a los razonable es que no puede
haber sino una doctrina comprensiva verdadera, aunque, como hemos visto, pueden
existir muchas doctrinas razonables. En cuanto aceptamos el hecho de que el
pluralismo razonable es una condición permanente de la cultura pública en un régimen
de instituciones libres, la idea de lo razonable es más apropiada como parte de
la justificación pública de un régimen constitucional que la idea de la verdad
moral. Sostener una concepción política como verdadera, y sólo por esa razón
considerarla el fundamento apropiado de la razón pública, es exclusivo, e
incluso sectario; por tanto, seguramente alentará las discrepancias políticas. [4]
Una más importante
objeción es la que atañe a la propia idea de la razón, pero una posible respuesta
rebasa las intenciones de este trabajo; lo que puede decirse al respecto, es
que ninguna formulación filosófica está carente de debilidades conceptuales, la
tarea de la filosofía es contribuir con la claridad de los conceptos y
permitirnos elaborar metáforas menos inconsistentes y más adecuadas para los
seres humanos. Debo añadir, que es preferible contar con un conjunto de
discrepancias razonadas, que con una racionalidad totalizadora que tiranice el
espacio social, y justamente esta es la crítica que quiero hacer: estos
liberales sectarios nos hurtan incluso la capacidad para pensar en otras formas
plausibles de comprender la libertad. Acabar con este dominio es una de las
tareas más importantes de todas las jóvenes sociedades del sur de América.
[2] Ibíd. pp. 234 - 235
[3] Puede por ejemplo
pensarse en el dominio que ejercen los hombres sobre otros en un sistema
político, libremente aceptado. Me inclino a pensar que el problema no se
encuentra en la dominación misma, sino en las condiciones de dicho poder. Tal
crítica nos conduce a la discusión actual sobre la justicia política. Véase al
respecto, Cf. HÖFFE, Otfried; Justicia Política: Fundamentos para una
filosofía crítica del derecho y del Estado, Barcelona: Paidós Ibérica S.A.,
2003
[4]
RAWLS, John. Liberalismo político. Trad. de Sergio René Madero Báez. México D.F:
Fondo de cultura económica, 1995, p. 134
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