28 de junio de 2013

Buscando un consenso para la laicidad

Hace no más de dos meses, el Concejo de Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Tecnológica (Concytec) fue epicentro de una sonada controversia nacida de la disposición oficial de su directora, la Dra. Gisella Orjeda, de erradicar de forma absoluta imágenes religiosas y objetos de culto dentro de las oficinas bajo su administración.  La orden, nacida y naufragada en la misma última semana de abril, generó apasionados pronunciamientos en detrimento y en defensa de dicha normativa con poca o ninguna argumentación entre las partes y sin dar paso a una discusión alturada sobre la laicidad en nuestro país.  En las siguientes líneas buscaremos mayores luces sobre este tema, donde evidentemente estamos lejos de llegar a un consenso.

En Italia, el caso de los crucifijos en las
escuelas públicas llegó hasta los tribunales europeos,
donde la CEDH determinó que no colisionaban con la
carta de derechos humanos comunitaria.
Para guiarnos en nuestra empresa, adoptaremos las definiciones de laicidad y secularización trabajadas por Jocelyn Maclure y Charles Taylor (2010), de cuyas conclusiones más importantes sobre el tema también nos serviremos extensamente.  Así entonces comprendemos por laicidad a la   independencia del aparato estatal respecto a las organizaciones religiosas y a los cultos en general; y por otro lado, entendemos como secularización al fenómeno de reducción de la presencia e influencia de la religión y los valores religiosos en las prácticas sociales y el comportamiento de los individuos.  Al Estado liberal moderno se le ha exigido desde diversas latitudes y con toda justicia desde sus inicios mantener un criterio de laicidad en sus decisiones.  Ya Michael Walzer apuntó que el liberalismo adopta la separación de las esferas o ámbitos sociales como base para sostener los criterios de justicia inherente a cada uno de ellos.  No obstante, también han habido fuerzas históricas que demandaron del Estado medidas que implican un papel activo en la secularización, lo cual como veremos a continuación genera sus propias distorsiones.

Nuestro caso de discusión indudablemente se ubica en este segundo ámbito.  Para ello basta ver no sólo las frases cargadas de desprecio frente a lo religioso o la total despreocupación por argumentar adecuadamente una acción que hubiese tocado una parte muy íntima de los trabajadores, sino fundamentalmente la idea de fondo de que los individuos estén obligados a ocultar sus convicciones cuando concurran al espacio público y aún más cuando trabajen para el Estado.  Se trata en suma de una aplicación dogmática del principio de laicidad donde la separación de la Iglesia y el Estado se vuelve más importante que las libertades individuales, que deberían ser el sostén de cualquier sistema político democrático.  Cuando el Estado actúa alineado con esta visión dogmática, erosiona las libertades políticas y se convierte en arma secularizante de los extremos antirreligiosos e intolerantes de la sociedad, acaso fundamentalistas en esta aversión a lo religioso.

En Francia, donde los crucifijos en la escuela están
prohibidos desde 1905, la decisión de prohibir el uso
del velo por las niñas en la escuela sucitó protestas,
que no obstante fallaron en revertir la norma.
Nuestro sistema republicano de ningún modo debe de aceptar una política que impida la manifestación pública de las convicciones personales, pues reiteramos, sin libertad de expresión y de conciencia no hay discusión política, sin esta a su vez nunca se llegará a consensos ni mucho menos a una institucionalidad democrática sólida.  Por esta vía inevitablemente los ciudadanos que profesan una religión se convierten en ciudadanos de segunda clase, mutilados en su derecho legítimo a expresar su opinión y ser tomado en cuenta en las decisiones públicas de manera equitativa frente a sus conciudadanos.  ¿De qué nos sirve una aplicación tan violenta de este principio si nos conduce a tamaña contradicción?  El verdadero quid del asunto es balancear la libertad de culto y la igualdad civil, y esto difícilmente se logrará con medidas uniformes para realidades diversas.  Es en este sentido que coincidimos con Maclure y Taylor la idea de que la laicidad implica una constante discusión pública de las cotas que deban aplicarse al ejercicio religioso, en salvaguarda de la igualdad civil.  Ésta, añadimos, es una discusión de carácter eminentemente político.

Aquí arribamos finalmente una paradoja, que para alcanzar la equidad ciudadana necesitamos consolidar mecanismos que faciliten la discusión pública abierta y respetuosa, y esta es una de las peores debilidades de nuestra política.  En efecto, la controversia y el diálogo de sordos nacido del caso Concytec es muestra no sólo de nuestra necesidad de mayores espacios de diálogo para el asunto religioso, sino para todo el espectro de controversias públicas.  Queda en los ciudadanos de este país, creyentes y no creyentes, tomar la bandera de la tolerancia y comenzar a ver esta urgencia por el espacio de encuentro político no como una mejora cualquiera a nuestro sistema político sino como un deber para garantizar las libertades de forma equitativa para todos los peruanos.

Trabajos citados

Jocelyn Maclure y Charles Taylor (2011). Laicidad y libertad de conciencia. Madrid: Alianza Editorial. Tìtulo original: Laïcité et liberté de conscience. (2010) Traducción: María Hernández Díaz

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