26 de enero de 2015

Las ideas económicas detrás del Régimen Laboral Juvenil: Algunos problemas*

Concentración en la Plaza San Martín de
la primera marcha contra la ley Pulpín
(18 de diciembre de 2014).
Fuente: El Popular.
La polémica promulgación de la Ley N°30288, propuesta por el Ejecutivo como parte del último paquete de medidas para la reactivación económica con el fin de propiciar el acceso de los jóvenes entre 18 y 24 años al mercado laboral, ha resultado en un debate candente y una serie de protestas que han removido el panorama político nacional.  Esta situación no ha tardado en generar sorpresas y cierto repudio por parte de los defensores del orden económico y social.  Esto se debe a que la deliberación pública y la protesta pacífica son prácticas muy poco acostumbradas en la política de nuestro medio, muy a pesar de ser parte fundamental de una sociedad democrática.   A esta álgida situación en la participación democrática debemos agregarle la presencia de un periodismo servil y poco comprometido con lo público en el Perú.

A pesar de que el objetivo del presente texto no está centrado en hacer estrictamente un análisis político, confiamos en que la digresión anterior pueda llamar la atención sobre el problema de fondo.[1] A continuación, se propone una revisión de las ideas y creencias económicas que han motivado la Nueva Ley de Empleo Juvenil y que aparecen en la argumentación de sus defensores.  La finalidad de esto es exponer algunos elementos problemáticos en la concepción que da origen a este tipo de propuestas.


Entonces, quisiera situar el marco teórico desde el que parte esta ley.  Dicho marco corresponde al de la teoría económica neoclásica estándar, o bien, al de la ortodoxia dentro del espectro de las ideas económicas.  Esta teoría nos explica que el trabajo se negocia como cualquier otro bien en un mercado, es decir, sigue la pauta de interacción entre la demanda de trabajo y su oferta.  La demanda laboral la conforman las empresas que emplean a los trabajadores.  Este componente representa la relación de igualdad entre la productividad marginal del trabajo (productividad del trabajo para nosotros) y el salario real.[2]  Dicha productividad se deteriora conforme aumenta el número de personas contratadas en una empresa.  Así, un mayor número de trabajadores supone una caída de la productividad marginal y una caída del salario real.  Esto  es, tenemos que la demanda de trabajo es una relación negativa entre salario real y trabajo.

Por su parte, la oferta de trabajo tiene como trasfondo la relación entre dos bienes: las horas de ocio y el consumo (alcanzable a través de la utilización de ingreso).  Mientras se rechacen más horas de ocio, se optará por más horas de trabajo, lo que significa que se obtendría más ingreso para consumo del trabajador.  A partir de esto, si todos quisiéramos ofrecer más horas de trabajo; o bien, reducir nuestras horas de ocio, deberíamos ganar al menos lo suficiente para consumir aquello que no haría variar el nivel de satisfacción (bienestar) que ya se tiene.  La interacción entre ambos elementos (demanda y oferta de trabajo), da como resultado un salario real que equilibra dicho mercado y que no genera desempleo.[3]  Cualquier elevación artificial (regulación laboral, intervención) de dicho salario por encima del equilibrio, genera excesos de oferta de trabajo que resultan en desempleo.

Ahora, pasemos a revisar algunos presupuestos detrás de la ley N° 30288.  En primer lugar, se sostiene la creencia de que toda reducción de costos laborales genera automáticamente un aumento del empleo.  Bajo esta óptica, la ley N° 30288 es positiva para muchos jóvenes con una formación de baja calidad porque hace más barata su contratación (no incluye el pago de CTS ni gratificaciones, reduce los días de descanso, desaparece la provisión de una asignación familiar y la garantía del seguro de vida).  El razonamiento de fondo señala que los trabajadores deben ser remunerados según la contribución que realizan al proceso de producción de la empresa (igualdad entre productividad marginal y salario real).  De esta manera, una reducción de los sobrecostos (beneficios) laborales disminuiría la retribución que efectivamente se está pagando a cada trabajador de baja productividad, permitiendo la contratación de nuevos trabajadores con el mismo nivel de habilidades.

A pesar de la claridad lógica del argumento anterior, sus bases se muestran endebles.  La idea de productividad marginal es problemática debido a que no existe un método claro para medir la contribución específica de cada trabajador en una empresa.[4]  Esto pasa porque las labores desempeñadas dentro de esta pueden ser tan complejas que no se pueda distinguir la contribución de cada trabajador a la producción.  ¿Cómo se diferencia el aporte de un trabajador administrativo del de un operativo? Evidentemente, existen variedades de trabajo a partir del status y que pueden generar diferencias salariales dentro de una empresa.  Justificar una reducción de los beneficios laborales bajo la idea de que esto equiparará la remuneración efectiva de un trabajador con su aporte a la empresa es una afirmación de carácter metafísico, o bien, la reproducción de un prejuicio no sujeto a crítica ni contrastado empíricamente.  Inclusive, desde el punto de vista de la macroeconomía, esta reducción en la remuneración efectiva generaría una reducción de la demanda agregada debido a la caída del consumo de los trabajadores jóvenes (efecto muy poco beneficioso en épocas de “vacas flacas”).  A la par que representaría una política redistributiva a favor de las ganancias.

También, en la justificación de la norma presentada en el proyecto de ley 3942/2014-PE aparece el argumento sobre la capacitación.  Se dice que la tasa de desempleo para los jóvenes entre 18 y 24 años es mayor que en las personas entre 30 y 65 años porque estos últimos poseen más experiencia laboral y mayor formación para el trabajo.  Por lo tanto, es necesario que ante el incentivo de la reducción de beneficios laborales se garantice que las empresas brinden capacitación a sus empleados jóvenes.  Con esto, los propulsores de la norma asumen que los trabajadores jóvenes en un primer momento aceptarían la reducción de sus derechos laborales bajo la promesa de ver aumentada su posibilidad de trabajo en el futuro como consecuencia de la mayor capacitación que recibirían.

Si reflexionamos un poco más, caeríamos en la cuenta de que esta perspectiva deja de lado la importancia de la tecnología de producción y el nivel de actividad de las empresas.  De esta manera, la contratación de más trabajadores se ve restringida a los niveles de inversión de las empresas y de los niveles de tecnología que empleen.  En una economía en donde los niveles de industrialización y la diversificación productiva no son tomados muy en cuenta como elementos claves, los niveles de productividad del trabajo serán bajos.[5]  La ley claramente no se enfoca en dicho problema.  El empleo aumentaría dada la reducción de los costos laborales siempre y cuando supongamos un aumento sostenido del manejo de técnicas de la empresa y de las habilidades de los trabajadores.  Tampoco se evalúa si el efecto sería un aumento neto del empleo: muchos trabajadores de avanzada edad contratados bajo el Régimen General podrían ser reemplazados por trabajadores jóvenes más baratos sin tomar como criterio el nivel de habilidades.[6]

Por lo expuesto, deberíamos considerar que los problemas en torno a esta ley son inherentes a su concepción.  En definitiva, las ideas económicas y los principios de justicia desde los que parte la norma ni si quiera llegarían a lograr cierta igualdad de oportunidades.  Claramente, esta norma representa un mecanismo redistributivo, pero en pro de los propietarios de las grandes empresas.  Ningún reglamento o arreglo posterior podría reparar sus daños sobre la calidad de vida de los trabajadores jóvenes.  Esto lo saben nuestros técnicos y el mismo gobierno.  Una derogatoria sería inevitable.


* Agradecemos los valiosos comentarios de Germán Alarco Tosoni, profesor de la Escuela de Postgrado de la Universidad del Pacífico.

[1] Un reciente artículo de Ronald Reyes titulado Trabajo juvenil y discurso político, publicado en su blog Política y Reflexión, ahonda más en el problema.

[2] La productividad marginal es un componente que refleja el nivel de tecnología bajo el que opera una empresa y, desde el punto de vista de los teóricos del capital humano, el nivel de habilidades que posea cada trabajador. El salario real es un concepto que denota al poder de compra del salario, es decir, la canasta de bienes que cada trabajador puede comprar.

[3] En esta teoría, el desempleo es igual al exceso de la oferta de trabajo sobre la demanda de este. Cuando se está en equilibrio, la demanda de trabajo es igual a su oferta.

[3] cf. Piketty, 2014.

[3] cf. Alarco, 2014.

[6] Para entender mejor esto se sugiere ver el debate entre el periodista Luis Davelouis y Fernando Vigil en la Hora N (video). En el minuto 9:45, Davelouis comenta el caso de una muy conocida empresa del rubro de comunicaciones y publicidad en la que el reemplazo de trabajadores no se debió a estrictos criterios de productividad.

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