23 de febrero de 2016

Sobre la ciudadanía en el Perú: Parte I

Foto: pasaporteinformativo.mx
Los tiempos electorales suelen traer a flote algunos elementos que subyacen a las prácticas políticas, económicas o jurídicas de las sociedades en tiempos normales. Cuando el panorama político está por cambiar ciertas angustias, ciertas patologías se vuelven más evidentes. En el caso del Perú no es diferente, y más aún, teniendo tantos procesos políticos y sociales atrofiados, interrumpidos o ni siquiera empezados. Uno de esos elementos que afloran en estos tiempos es el de la ciudadanía. Este importante concepto aparece con la constitución de un Estado de derecho en el mundo moderno aunque no se consolidaría hasta el s. XVIII, aproximadamente, con democracias de nuevo cuño como la norteamericana o algunas europeas. El Estado se refiere al ciudadano como a su elemento nuclear, y juntos participan de una relación de medios y fines; es decir, el Estado, con todo su aparato burocrático y su poder coercitivo, se instituye como el garante de las prácticas necesarias para la convivencia cooperativa de todos los ciudadanos. Una ciudadanía débil suele ser un elemento decisivo —aunque no el único— en la aparición de fenómenos antidemocráticos. A la inversa, una ciudadanía fuerte impide el desarrollo de una cultura antidemocrática en el seno de su sociedad. Pero ¿qué significa ciudadanía?

A menudo se interpreta el término ciudadanía como la mera categoría con la que describimos a los individuos de las modernas democracias constitucionales. Son ciudadanos aquellos que integran una sociedad con instituciones más o menos eficaces en términos de cierta estabilidad política. Los ciudadanos acatan las leyes y toman parte en los procedimientos establecidos; además son la fuente de la estabilidad económica del Estado a través del pago de sus impuestos. Ahora bien, notamos que no existe en esta caracterización de ciudadanía un aspecto que dé cuenta de su génesis, no en sentido histórico sino a través de la identificación de sus principios constitutivos. Por ejemplo, hasta 1955 se impedía a las mujeres votar en el Perú. Por el sentido histórico nos preguntamos cuáles fueron las condiciones que hicieron posible que las mujeres obtuvieran tal derecho; pero una mirada diferente se pregunta sobre cuáles son las razones pertinentes para otorgar tales derechos a grupos —generalmente minoritarios— e incorporarlos a la ciudadanía. La omisión de la segunda pregunta ha llevado a las ciencias sociales a considerar los aspectos estructurales como los únicos determinantes para el concepto. Así la ciudadanía describe aspectos particulares de la posición de los individuos: el nivel de riqueza o educación, la nacionalidad, el género, son elementos que parecen definir el concepto de ciudadanía desde un punto de vista funcional, pero nada nos dicen sobre cuáles son las razones que nos permiten distinguir dichos componentes de otros no centrales; esta es la pregunta por el principio normativo del concepto de ciudadanía. Si bien esta es una pregunta que se plantea en el terreno de la filosofía política, es notorio que el discurso académico peruano ha omitido toda discusión a este nivel, y esto parece conducir a que la reflexión sobre qué es lo que nos determina como ciudadanos y nos hace participar como cooperadores en una democracia constitucional no tengan lugar en ningún nivel de la política.

Esta forma en que está dispuesta la idea de ciudadanía tiene implicancias en el orden práctico. Como había mencionado, los tiempos electorales hacen que todo esto pueda verse con más facilidad. Los agentes políticos no tienen más remedio que articular un discurso que pone de manifiesto esa caracterización del ciudadano peruano que votará por ellos. Así el concepto de ciudadano pierde sustancia en la composición de la vida política y pasa a ser reemplazado por la caracterización de los individuos de acuerdo a su posición en el plexo de un orden distributivo principalmente. El discurso político se enfoca en el empresario, el pobre, la mujer, el homosexual, etc., todos individuos concretos con necesidades que deben ser atendidas únicamente por la existencia de las mismas. Otra consecuencia es que al reducir el concepto de ciudadanía a los rasgos particulares de los individuos se pierde un sentido importante de la actividad política: la naturaleza de su dinámica en orden a su legitimación, esto es, la democracia.

Pensamos generalmente la política en términos agonísticos, esto no tiene nada de extraño. Se desprende con facilidad si aceptamos que una sociedad no es una comunidad de intereses, creencias o proyectos de vida. Pero esta agonística se ha interpretado como realpolitik. Existe, no obstante una diferencia entre ambas. No toda confrontación pública pertenece a lo que aquí he denominado agonística; quiero decir, no es suficiente el elemento de la confrontación para aclarar a qué nos referimos cuando pensamos en la pluralidad política. El pluralismo supone un enfrentamiento pero no supone una superación. La realpolitik comparte el elemento confrontacional propio de una sociedad plural —o tal vez sea sólo su expresión— pero en ocasiones suele tener una superación, hay intereses que pueden tranzarse, ideales que se subordinan, proyectos que se complementan, de tal forma que la realpolitik es más bien la dinámica propia del circuito del poder político. No obstante subsiste la inconmensurabilidad de las distintas creencias y formas de vida sociales. Estas creencias y concepciones, por emanar de la libertad individual que cada sujeto ejerce, que cada persona posee, no llegan a fundirse nunca en una práctica, idea o espíritu colectivo común ni siquiera en aquellos escenarios en el que los proyectos totalitarios cobran vigor. Así pues, la ciencia política ha supuesto que la política se reduce a su dinámica autoestabilizadora, esto significa que los elementos centrales de la política como sistema de integración social se reducen a sus niveles formales. Se trata de un realismo de cuño instrumental por el cual toda política es una lucha por el poder y cuyo único objetivo es la relativa estabilidad social, incluso a costa de sacrificar la justicia política.

El concepto de ciudadanía y la idea del pluralismo son dos caras del mismo fenómeno. Se trata de dos miradas, la primera situada en un nivel vertical, esto es, desde el punto de vista de la estructura del poder, es decir, frente al sujeto Estado; y la segunda, situada a un nivel horizontal entre los demás sujetos sociales individuales o colectivos. Ambos conceptos comparten hoy la misma suerte, son entendidos en sus aspectos formales. El primero como el conjunto de derechos políticos que permiten el ejercicio del voto principalmente; y el segundo como una mera diferenciación de grupos en orden a sus intereses económicos. Según veo, ocurren dos movimientos inversos con estos dos conceptos dentro del discurso político. Por un lado el concepto de ciudadanía se descompone en la diversidad de sujetos posicionados en el aparato funcional del mercado principalmente, y por otro lado, se desdibujan las diferencias que son una exigencia del pluralismo. Ambos movimientos responden en realidad a uno solo que desactiva el papel de los principios que justifican nuestras prácticas políticas más esenciales. Atomización y homogeneización son consecuencias antidemocráticas de la erosión de la cultura política que padecemos desde el triunfo del neoliberalismo. Todo lo cual pretende ser presentado como la superación de la política. La narrativa neoliberal nos ubica en una sobreentendida historia post-democrática en la que ya no cabe hablar de proyectos políticos de justicia. Sólo interesan ya para esta narrativa el conjunto de intereses de los sujetos atomizados que comparten entre sí su posición en el circuito del mercado.

Con una ciudadanía reducida a sus aspectos formales, el derecho y la política se convierten en un orden de justificaciones que contribuyen al sostenimiento de los sistemas políticos y económicos en los que ya no participa el sujeto. El ciudadano se convierte en una pieza más en la gran ficción que es la democracia porque está impedido de participar en la constitución de su entorno. En este traspié se encuentran no sólo la derecha política afín a los órdenes económicos, sino también la izquierda que sigue atrapada por una fijación estatista. El activismo de los últimos años ha despertado optimismos, y sin embargo, se mueve en el mismo registro al convertir sus reclamaciones a términos de necesidades y accesos particulares desarticulados de otras exigencias del conjunto social, además dichas necesidades se muestran compatibles con una lógica distributiva que se organiza verticalmente. Con ello parece haber terminado la vida de la reflexión política para hacer lugar a las teorías politológicas y económicas de la política, el mercado y el derecho que nos presentan un equilibrio sistémico entre las diferentes esferas sociales.

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