1 de junio de 2016

Memoria, historia y poder : Parte II. En contra de la tiranía


La nación en las garras de la tiranía
Fuente: El Comercio

En la primera parte de este post, habíamos identificado la actitud dogmática de los defensores del fujimorismo frente a la historia. Por mérito de dicha actitud, consideraban que su versión sobre la década de los noventa era un discurso definitivo, fiel reflejo de los hechos ocurridos durante la dictadura. Habíamos juzgado dicha actitud por su divorcio del hecho registrado y, más importante aún, por sus limitaciones para entender de manera clara el ejercicio de la reconstrucción histórica. En ese sentido, podemos adicionar que una posición de este tipo puede ser criticada a partir de su naturaleza instrumental. Una visión dogmática de la “verdad histórica” calla la posibilidad de que dicha narración se muestre como argumento instrumentalizado en pro de un orden de dominación. Cuando se posee la verdad definitiva de los hechos, no hay lugar para el error ni para el engaño. De esta manera, una lectura histórica de este tipo encubre el discurso funcional a la tiranía (personificada en la figura de Fujimori).

En contraposición, un entendimiento falibilista de la historia da espacio para la sospecha de que cierto tipo de narración histórica pueda ser objeto de manipulación y garantía del olvido. Recordemos que para una mentalidad falibilista, un conjunto de creencias o un discurso histórico tienen un carácter social y, por lo tanto, es posible que sean moldeados por los actores que los presentan ante la discusión pública. El discurso histórico que es instrumentalizado queda desnudo ante esta visión y pierde su influencia una vez que se reúnen las hebras no tomadas en el ejercicio maquiavélico de su construcción.

Esta interpretación puede relacionarse con la reconstrucción que Foucault hace del relato de Edipo rey en La verdad y las formas jurídicas. Foucault ve en esta obra la historia de un grupo de personas que ignoran cierta verdad y se disponen a descubrirla empleando una serie de técnicas que cuestionan la propia soberanía de quien detenta el poder. En esta tragedia, Tebas se ve amenazada por una maldición que sólo tendrá fin al expulsar al asesino de Layo, su antiguo rey. Edipo, quien gobierna la ciudad, se lanza en búsqueda del culpable. Así, la versión “completa” de los hechos se va reconstruyendo siguiendo la “ley de las mitades”: la verdad se arma a partir de la reunión de mitades que se ajustan y acoplan para reconstituirla[1].

De esta manera, la obra de Sófocles revela su carácter religioso y político, configurado en lo que Foucault ha llamado la técnica del σύμβολον, el símbolo griego. Como instrumento de poder, el símbolo permite que quien posee un secreto pueda romper en dos partes un objeto cualquiera, guardar una de ellas y confiar la otra a quien debe dar prueba de su autenticidad. Al reunirse ambas partes, la autenticidad del mensaje permite la continuidad de poder ejercido. En este proceso de reconstrucción de las partes, la enunciación de la verdad se desplaza por tres niveles distintos: el de la profecía y de los dioses (Apolo y Tiresias), el de los reyes y soberanos (Edipo y Yocasta) y el nivel de los servidores y esclavos (el esclavo corinto y el pastor del Citerón). Asimismo, bajo este mecanismo del símbolo Edipo es quien une el saber y el poder. A lo largo de la obra, la remembranza se da de tal manera que, conforme se van juntando las partes de la verdad, esta amenaza cada vez con más fuerza al poder de Edipo.

Así, Edipo representa la figura del tirano que se siente amenazado. La imagen del tirano reúne múltiples elementos: desempeña el papel de agente de recuperación, tiene la potestad de convertir su voluntad en ley y, sobre todo, su dominio del poder se ve garantizado porque detenta o hace valer la posesión de un saber superior. Edipo dice que él solo fue quien venció a la esfinge y curó la ciudad por medio de su conocimiento. Él también es quien encontró la salvación de Tebas, y que lo hizo en soledad. Él es el único capaz de ver y saber. El suyo es un saber autocrático que se basta a sí mismo y que es capaz de gobernar sin dar explicación ni a dioses ni a hombres. Sin embargo, ese saber-y-poder de Edipo lo lleva a encontrarse con el destino, pues sin querer se vuelve punto de reunión de la profecía de los dioses y la memoria de los hombres. El saber edípico se vuelve excesivo, de tal forma que el protagonista se vuelve inútil y superfluo. Esta forma de saber-poder empieza a encubrirse desde el origen de la sociedad griega del siglo V y por obra de los mismos tiranos griegos. De esta manera, la imagen de Edipo se instrumentaliza y, contradictoriamente, pasa a representar al poder excesivo que subsiste escindido del saber.

Si volvemos a Foucault y tomamos parcialmente esta perspectiva sobre la relación entre saber-poder, veremos como el discurso histórico fujimorista puede convertirse en instrumento de dominación político. En su reconstrucción de los hechos de los noventa, los defensores del autócrata Fujimori resaltan la forma en que su gestión “salvó” al país de la crisis económica y de seguridad de la década de los ochenta. De esta forma, la imagen de Fujimori referida por sus adherentes es la de un salvador, la del Edipo vencedor de la esfinge de la crisis. La “era del chino” representa una era de salvación, envidiada por sus críticos y defendida por aquellos que son capaces de reconocer la gran contribución social y política del dictador. Piden la verdad que le es propicia al tirano y sus beneficiarios, pero para los dañados por la injusticia de los noventa sólo quedan las sobras. Los trabajadores empobrecidos, los estudiantes universitarios muertos, los ciudadanos ejecutados por el grupo Colina, todos ellos quedan fuera de esta historia que el apasionado defensor de la dictadura de los noventa resalta.

Un Fujimori cuyas intenciones se esconden tras la figura de mesías, la cual le sirve para encubrir las prácticas antidemocráticas que caracterizaron su régimen. La historia del crecimiento económico de los noventa y la recuperación de la “estabilidad social” no son lo único que trajo consigo el tsunami de los noventa: los escombros de la historia los representan los abusos que sufrieron las víctimas, la guerra sucia que debilitó a los vientos de oposición y la forma tan desastrosa con que se vive y entiende el arte de la política en nuestros días (como mera forma mercantilizada de las intenciones). Asimismo, tal como lo señala Zapata (2016), Fujimori fue quien supuso la profundización de una vieja forma de gobierno: la de la dictadura mediada por el populismo, en la que la ciudadanía adherente sólo hace de Corifeo y la oposición se ve constantemente amenazada.

Develada la forma en que opera, la naturaleza dogmática del discurso histórico fujimorista hace que se transmute en instrumento de dominación. No cabe duda de que tal discurso le ha sido efectivo a la candidata de la dinastía fujimorista. Dado esto, y aunque se prefiera aquí a Sófocles en vez que a Foucault, la única forma de debilitar esta forma de instrumentalización es a través de un proceso de reconstrucción de la historia, de tal manera que se vislumbre de nuevo la relación entre poder y saber. Curiosamente, la debacle de la dictadura de los noventa coincidió con una reunión de partes: la evidencia de la corrupción a través de los vladivideos y los aparejos de un proceso electoral fraudulento sellaron la caída del régimen. El siguiente conjunto de piezas se recupera en base a otros elementos indispensables: el Informe Final de la Comisión Investigadora sobre los Delitos Económicos y Financieros cometidos entre 1990-2001(presidida por Javier Diez Canseco) y el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (presidida por Salomón Lerner Febres). Este ejercicio de memoria a dos momentos cobra importancia por ser el preludio para el proceso de democratización de nuestra sociedad, el cual aún no está acabado.

En estos quince años de vida democrática del Perú, no deberíamos dudar en resaltar la importante contribución de los dos informes mencionados. El ejercicio de reconstrucción de la memoria evita que la historia sea copada por el poder para que no se convierta en un dominio de verdad que garantice la dominación injusta, aún por fuera del gobierno. Ambos informes también son versiones incompletas sobre la historia de la violencia e injusticia que aquejaron al país desde los años noventa, pero no dejan de ser al mismo tiempo aquellas partes de la historia que se quieren ocultar. Sin embargo, cabe preguntarse ¿qué impide que estas versiones no sean nuevos instrumentos de dominación? ¿Por qué los defensores de la dictadura fujimorista no estarían impedidos de entender estas historias como mera venganza?

Es aquí donde debemos hacer hincapié en dos características fundamentales de este ejercicio de memoria. Si bien es cierto que Foucault ve en toda práctica social la evidencia del binomio saber-poder, una lectura de la remembranza en clave pragmática debilita sus efectos como instrumento de dominación tiránico. Como se mencionó en el artículo anterior, todo discurso histórico con perfil falibilista es interpelado constantemente puesto que se le considera incompleto. Por otro lado, la memoria sólo opera como medio de venganza cuando se la utiliza como respuesta recíproca a un acto individual y únicamente por este mismo. Esto puede evitarse cuando el ejercicio de memoria se desarrolla en base a los principios de justicia que deben regir nuestra convivencia; bajo la intención de recobrar el orden social y reducir la violencia (Todorov 2002).

La memoria se deshace cuando la historia se vuelve instrumento para garantizar el poder. Pero la transición hacia una democracia y hacia tiempos de paz la redimen. Una historia democratizadora es necesaria para su construcción. Por eso mismo, el movimiento antifujimorista no deja de ser relevante en estos momentos en los que nos hace falta recordar y seguir releyendo nuestra inconclusa historia. Y que, sobre todo, se está ad-portas de revivir tristes pasajes de nuestra tortuosa vida política.

                    
[1] Un primer juego de mitades lo constituye la verdad divina. Edipo manda a consultar al dios Apolo, quien da una respuesta en dos partes enunciadas como prescripción, predicción o profecía. La primera corresponde a su anunciación de la maldición que asola Tebas. Mientras tanto, la segunda parte responde a la pregunta por la causa de dicha maldición y se manifiesta a través del adivino ciego Tiresias, quien acusa a Edipo del asesinato. Sin embargo, a esta verdad completamente dicha en forma profética se la debe complementar con la dimensión del presente, la actualidad. El segundo juego de mitades que se reúne con la verdad oracular, acopla dos testimonios. El primero lo esgrime Yocasta al mencionar que Layo habría sido muerto en el cruce de tres caminos. Dicha referencia resuena en el recuerdo de Edipo. Por la unión de ambos fragmentos de historia, la verdad del asesinato de Layo está casi completa, ya que falta determinar si fue asesinado por uno o varios individuos y, siguiendo la predicción de Apolo, si es que su muerte fue perpetrada por su propio hijo. Esta última parte faltante se reconstruye a partir de dos testimonios adicionales: el del esclavo de Corinto que anuncia la muerte de Polibio y dice a Edipo que este último no era su padre; y la del pastor del Citerón, quien afirma haberle entregado al esclavo de Corinto un niño que, según le dijeron, era hijo de Yocasta.

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