4 de julio de 2016

La crisis política del neoliberalismo


El Brexit parece ser un hecho a estas alturas. El Leave ha sido la respuesta de la comunidad inglesa en el referéndum del 23 de junio. Incluso cuando la votación a favor del Brexit se impuso con una cifra ajustada, el panorama parece apuntar a una aceleración del proceso que incluye la negociación de un arreglo severo para Reino Unido que impida, en el mediano plazo, un efecto dominó en la región. Las consecuencias inmediatas se hicieron sentir en el mercado bursátil seguidos de la caída de la libra; y varios medios coinciden en señalar que el resultado parece haber sobrepasado las expectativas de muchos ciudadanos ingleses. Aquellos que votaron a favor del Brexit parecen tener hoy una opinión contraria al ver los primeros efectos y barruntar un futuro económico comprometido en el largo plazo. La gran victoria es de UKIP, el partido independentista inglés, y Nigel Farage, su líder hasta hace poco, quien con una demagogia xenófoba capitalizó a su favor la fragmentación del partido conservador y la ambigüedad del liderazgo tory.

Pero el Brexit parece ser histórico por dos razones adicionales. Por un lado, es la primera muestra no violenta de una voluntad política que quiere revertir los efectos del fenómeno de la globalización, cuyos únicos precedentes sean tal vez las negociaciones de la crisis griega en 2015. Por otro lado, parece ponerle fecha de nacimiento al populismo a la europea, un modo efectivo de hacer política que el viejo mundo no ha experimentado y que más bien parece importado de los países latinoamericanos. ¿Acaso podemos pensar que se trata de vino viejo en nuevos odres? Después de todo, el nacionalismo es un viejo conocido en los países de larga tradición política en Europa. ¿Se trata acaso del proyecto nacionalista llevado a cabo por las claves de la demagogia, la desinformación y la xenofobia? ¿Estamos ante un nuevo fenómeno o acaso se trata de un viejo demonio que aprovechó el malestar económico y el temor al terrorismo de escala global?

A menudo se suele señalar que sólo las democracias precarias como las latinoamericanas sufren del mal del populismo, una forma de hacer política que conocemos bien por la larga historia de autocracias que tenemos. Los países del viejo continente eran —hasta hace poco— inmunes a la presión de la demagogia; las grandes tradiciones políticas conservadoras y socialdemócratas tenían tal arraigo que podían impedir que cierto tipo de extremismos se hicieran un espacio importante en la política nacional. El aprendizaje después de dos guerras mundiales parecían hacer de Europa —premio nobel de la paz en el 2012— el baluarte de los principios de la democracia liberal y de la comunidad de naciones. Sin embargo, nada de esto parece haber servido a los defensores de la Unión Europea para convencer a sus conciudadanos de que la mejor opción era permanecer dentro.

Por ello esta ruptura requiere una elaboración que nos permita entender el problema y algunos analistas políticos ya han adelantado opinión al respecto. La primera de ellas nos dice, apelando a la tradición tory inglesa, que en el fondo no es algo extraño, que Reino Unido posee un orgullo nacional caracterizado por pretender, frente al resto de Europa, un régimen de excepción desde las negociaciones del tratado de Maastricht en los sesenta; que desearía tener el protagonismo de un EE.UU. o de una Rusia en el contexto actual; en resumen, que tiene la esperanza de volver a ostentar aquella vieja gloria de Imperio Británico. Esta primera interpretación me parece la más débil de todas a la luz de los resultados tan ajustados y de las brechas generacionales tan marcadas de cada lado en el referéndum. No se sostiene que todos los ingleses crean o sientan ser superiores al resto de Europa; tal idea sólo puede asumirse en plural, y aunque fuera el caso, muchos países, incluyendo a los menos institucionalizados, poseen una estimación de sí mismos y esto resulta necesario ya que de otro modo pertenecer a una comunidad sería tan vacío como pertenecer a un vecindario. Si precisamos esta idea en una segunda interpretación, parece decir lo siguiente: se trató de un error de la clase política inglesa, y esto parece bastante plausible considerando la renuncia de David Cameron. Esta segunda interpretación me parece parcialmente correcta. Es cierto que la clase política ha jugado un rol importantísimo en el proceso, desde la convocatoria al referéndum hasta la reciente dimisión del primer ministro. Este protagonismo se manifiesta en el impacto que tuvo la ruptura del partido conservador ­—que dejó poco espacio de maniobra a Cameron—, además de la campaña demagógica de UKIP. Pero no son sólo los políticos quienes votan en un referéndum y no es admisible pensar en los ciudadanos ingleses siendo groseramente manipulados, esto significaría, por otro lado, que no son responsables de su elección como algunos analistas han afirmado. Así sólo nos queda suponer, con alguna evidencia disponible, que el referéndum expresa una real voluntad de separarse de Europa; voluntad que se ha visto fortalecida con los discursos nacionalistas y xenófobos en gran medida, pero que responde finalmente a los deseos de un grupo que está siendo afectado por esta unión.

Lo que parece estar detrás del Brexit afecta a Europa por igual. Una lista, ya no tan pequeña, de partidos de extrema derecha empezó a emerger en un contexto de crisis económica articulando el sentimiento de encontrarse excluido dentro del propio país. La globalización económica, principal motor del desarrollo de la política de integración en los años de la posguerra, parece haber llegado al techo de su efectividad. Pero es precisamente este elemento el que dota de una configuración nueva al fenómeno nacionalista europeo. El neoliberalismo, impulsado en su versión globalizadora por los grupos económicos transnacionales, parece no sospechar que de su propia entraña nacen los motivos de su crisis. Aparecen contradicciones dentro del propio sistema de economía mundial —algo que ya advertía el propio Marx en términos de modos de producción— y que redibujan el mapa geopolítico. La exclusión generada por el sistema de un mercado mundial en el que la desigualdad crece sin ninguna medida favorece el desarrollo de respuestas políticas extremistas; el nacionalismo, la xenofobia y el populismo parecen ser ahora el común denominador en los discursos que calan en determinadas clases bajas ya que sienten el peso de un sistema que los margina objetando su baja productividad. No sorprendería entonces que el Brexit pudiera dar lugar a respuestas similares en toda Europa. Naturalmente, la Unión Europea ya ha dado muestras de querer aplicar un tratamiento radical frente a dicha coyuntura; una amenaza, que por otro lado, parece no alarmar a nadie excepto a los propios ingleses.

Ahora bien, lo que debemos tomar en cuenta es el panorama global para entender de qué forma el propio neoliberalismo ha generado esta ruptura. El neoliberalismo se articuló como una forma de restaurar el poder de clase destruyendo lo que ha pasado a llamarse liberalismo embridado (Harvey, 2007, 23). Desde el inicio, por ejemplo con Margaret Thatcher, el neoliberalismo tuvo por objetivo desmantelar el Estado del bienestar y utilizar el aparato político para facilitar el tráfico económico de gran escala. En consecuencia la globalización se gestó como el artificio de un mercado global, sin ningún tipo de fronteras, y que requería —como también advirtiera Marx— condiciones de posibilidad, esto es, un ropaje jurídico que pudiera darle sostenibilidad. Tales han sido los programas de integración regional cuyo paradigma era la Unión Europea. Pero se trataba de la creación de una alianza comercial más que la generación de un sistema de intercambios políticos equivalentes. Así la principalía —no sólo económica— fue la de Alemania y los países de economía más desarrollada quienes impusieron condiciones a los demás miembros del bloque. Ese neoliberalismo que ha estado haciendo mella en las clases bajas de Europa desde los noventa, ahora ha reducido la soberanía nacional a un concepto hueco creando un cisma entre las expectativas de los ciudadanos y el poder de su clase política quienes no poseen ningún poder real en Bruselas.

Por otro lado está la difícil situación de la socialdemocracia europea. Si consideramos lo que ha ocurrido en Rusia donde el desencanto con el socialismo ha devenido en la agudización de un autoritarismo neoliberal, se puede entender por qué la socialdemocracia ha girado más bien hacia la derecha como una forma de sobrevivencia. Tal es el acuerdo que se tiene en los principales países de Europa como en Alemania. En Francia, por ejemplo, la política de reforma laboral que supone recortes en los derechos de los trabajadores la promueve, nada menos, que el partido socialista. Así, no es de extrañar la generación de partidos populares de izquierda, como Podemos o Syriza, quienes encausan el descontento y la poca representatividad. Cierto es todavía que los partidos tradicionales siguen teniendo gran aceptación; sin embargo, la desazón con dichos partidos parece ir in crescendo a la par de la crisis.

La democracia parece haber servido, mal que bien, a que esta situación adquiera cierta solidez. El neoliberalismo ha jugado la carta de la democracia formal con la pretensión de aprovechar el acuerdo político para fortalecer la posición hegemónica de una mentalidad economicista. Pero entonces la crisis económica fue manejada por un aparato político que se mantenía a pesar de la clamorosa afectación de miles de personas que perdían sus hogares y sus trabajos. Ahora el aparato político no ha respondido adecuadamente como elemento de contención; incluso en EE.UU. la candidatura de Trump parece rezumar el mismo malestar europeo. Así las cosas nos encontrarnos ante un punto de quiebre frente al cual sin un cambio en las condiciones políticas para generar una sociedad de naciones lo que le espera a Europa es un largo proceso de languidecimiento y fragmentación. Mientras la Unión Europea siga siendo sustantivamente tan poco democrática en sus relaciones mutuas el populismo nacionalista seguirá creciendo sin posibilidad de reversión. Sin embargo, podría ser también el escenario óptimo para un aprendizaje político a propósito de la ilusión de una economía mundial. ¿A quién beneficia realmente un mercado mundial? Hace poco se preguntaba Saskia Sassen: ¿Necesitamos realmente una multinacional para tomar un café? La reflexión también pasa por cuestionarnos cuáles son las fuentes de este nacionalismo populista ¿Se trata de un nuevo tipo de radicalismo político frente a la crisis económica, religiosa y social? La nueva experiencia debería invitarnos a pensar si hemos estado apuntando en la dirección correcta.


* Harvey, David, Breve historia del neoliberalismo. Madrid: Akal, 2007.

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